En la entrada se presentía el primer escalón.
Comencé a descender y mis ojos se acostumbraron a la penumbra. Comprobé que la escalera parecía una escultura sin sentido, el producto inenarrable de una mente enferma.
Seguí bajando por aquella pesadilla. Escher en su tumba encendió un zippo, y sonrió.
Al final, como era de suponer, no había nada, es decir un negro profundo.
Me acurruqué y me puse a llorar. No como un niño, sino como un hombre que ve el horizonte ahogado en sus ojos.
Estuve así durante horas…
Cuando levanté el rostro noté que no era yo quien lloraba.
Ahí, al otro extremo de la sombra, estaba ella: bonita y triste, apenas cumplida su mayoría de edad, acurrucada, llorando como una niña y con el horizonte sitiándole los ojos.
Me miró. La miré. Y juntos miramos hacia arriba, buscando la escalera: no estaba, o no la vimos, o, quizá, Maurits Cornelis Escher la estaba usando en ese momento.
Acurrucado, lloré de verdad.
"Y sigue brillando la luna"
Carlos Castillo Quintero
lunes, 20 de junio de 2011
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